Por Diana Charpentier Quesada
No sé ni cuantos pisos tenía, lo
cierto es que entré sin querer en alguno de ellos. Mientras gateaba crucé a través de una pared. No sabía cómo
porque nunca había cruzado paredes. Alcé la cabeza y vi entonces un rótulo que
decía “laberinto”. Me levanté porque ya había suficiente campo para caminar e
inicié con el paso lento. Un toro abrió abruptamente una ventana y un huracán
me transportó a un piso sin gravedad. Por fortuna solo pasó perdido ahora debía
de buscar la salida.
Había poca luz pero descubrí que
las paredes hablaban. No entendía su lenguaje pero descubrí que era mi misión escucharlas.
Seguí caminando conectando la noción del tiempo y el espacio y un pájaro
transmutó del pasado. Me dijo que conocía la salida y las paredes callaron.
Empecé a correr y un espejo me
saludó. Lo saludé de vuelta y aparecieron más espejos. Seguí corriendo y se
acabó el camino. Solo había un muro.
Mientras cavilaba para ver qué
hacía, comenzaron a llover libros y me di cuenta que el tiempo no existía. Yo
sí. Abrí un libro azul que me llamó la atención y me sumergí y hoy sigo en él.
El libro es el laberinto.
A veces veo al pájaro sobrevolar
en el cielo pero solo vuela. Creo que no es real y me engañó. Mi memoria sigue
descifrando el lenguaje de las paredes para ver si logro saltar del libro hacia
lo desconocido.
Las dimensiones sin laberinto me
esperan. Lo que nadie sabe es que leo mejor solo con un ojo pero el segundo me
sacará del espejo y seremos uno solo.
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